A
José Quesada Moreno, por su atenta, desinteresada y cariñosa lectura.
Al osito le falta un ojo. El que le queda, un botón negro a punto
de desprenderse, refleja el rectángulo luminoso de la puerta abierta.
—¿Y mi mami dónde
está? — pregunta el niño, abrazado a la suave felpa morada. Inútil explicarle
que su mami no está, que no vive aquí, que hace años que somos sólo la casa y
yo, envejeciendo juntos.
—Pero si yo vivo
acá…— insiste, con la cara y los puños sucios de lágrimas y mocos. Se nota
que hace ya varias horas que deambula; pronto oscurecerá y no tengo corazón
para cerrar la puerta.
Le pregunto si tiene hambre y dice que sí; logro que se siente a
la mesa. Me mira encender la hornalla y rebuscar en la alacena; mientras la
sopa de verduras se cocina, le pregunto cómo fue que se perdió; no sabe qué
contestarme. El ojo del osito cae sobre la mesa; los ojos del niño desbordan.
—No llores; —lo
consuelo,— con un poco de aguja e hilo, se arregla en un santiamén— y
rápidamente voy al cuarto de costura. La llave cruje pero funciona, igual que
mi memoria; Adela era muy previsora y nunca faltaban carreteles en su máquina
de coser.
Le sirvo la sopa y pongo manos a la obra:
—Elegí un botón— le pido, acercándole un
frasco. Desenrosca la tapa y desparrama los botones en la mesa; me inquieta notar que elige uno idéntico al que le queda al
oso. Trato de restarle importancia y me concentro en coser los botones:
—Listo, quedó como nuevo ¿Viste que no era
para ponerse así?— el osito parece mirarme como sabiendo algo; se lo doy al
chico reprimiendo un escalofrío.
—Tengo sueño— me dice, por
todo agradecimiento, aferrado a su juguete.
Lo guío por el corredor; mi mano en su hombro siente la prisa,
siente los pasos que, sin saber el camino, parecen saber. Imposible que su mami
esté, que hayan vivido aquí; somos sólo la casa y yo, envejeciendo juntos.
—Adela era muy
organizada; siempre estaba lista para recibir visitas— comento como al pasar.
Se saca los zapatos y espera que aparte el cubrecama; increíble que me mire
como sabiendo de quién estoy hablando.
—¿Sabés rezar?— me
pregunta mientras lo arropo.
La pregunta me toma por sorpresa.
La pregunta me toma por sorpresa.
—Sabía, pero ya me
olvidé.
Se hace la señal de la cruz
y junta las manos. Con los ojos cerrados, bisbisea un Ángel de la Guarda. Apago
la luz y entorno la puerta:
—Todo va a estar bien— le
aseguro, pero ni yo mismo lo sé.
En la mesa de la cocina, esperan el plato sucio y los botones
desperdigados. Lavo el plato en la pileta y guardo los botones en el frasco;
imposible no pensar en esos dos, tan idénticos.
Llevo el frasco al cuarto de costura y, de camino a mi pieza, me detengo junto a la puerta entornada: pausado y profundo, así respira el niño que hace unas horas tocó a la puerta.
Llevo el frasco al cuarto de costura y, de camino a mi pieza, me detengo junto a la puerta entornada: pausado y profundo, así respira el niño que hace unas horas tocó a la puerta.
Ya sin los zapatos, aparto el cubrecama. En vano intento un
Padrenuestro. Mantengo los ojos cerrados y las manos juntas. —Todo va a estar
bien,— me repito— todo va a estar bien.
Siento frío. A tientas, busco las cobijas pero nada encuentro.
Abro los ojos: es casi de noche y estoy a la intemperie. Guiado por el
desamparo, camino hacia el ínfimo punto de luz que brilla a lo lejos.
—¿Y mi mami dónde
está?— pregunta mi voz de niño, bañada por la luz rectangular de la puerta
abierta.
©Mariángeles
Abelli Bonardi
Agosto 2013