Tras ese primer, maravilloso baño, notamos la pelusa blanca, que atribuimos a su piel de bebé, una piel que ganaba en lozanía, con esa pelusa que medraba en su espalda, tenaz e iridiscente…
No había cumplido un mes cuando por fin lo aceptamos: las cosas tomaban otro cariz, otra textura, que tocaba aprender a manejar… Al principio fue sencillo, con las batas y los saquitos bastaba, pero crecían y crecían, cada vez más evidentes… “¿Y por qué seguirlo ocultando?”, nos dijimos, y así, con el correr de los meses, llenas de amor y de cuidado, se fueron convirtiendo en lo que eran, por eso no lloramos cuando, apenas un año después, lo vimos alzar vuelo en el balcón: en el fondo, siempre supimos que era un angelito.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario