jueves, 28 de marzo de 2019

Ojos de niño, ojos de tiempo


Ese día no lo encontró, sólo los anteojos sobre la mesa indicaban que había estado. Ángel miró hacia la puerta, no fuera cosa que hubiera alguien a punto de entrar. Los tomó en sus manos: la textura del marco era más suave de lo que había imaginado. Caminó hasta la ventana y acercó sus ojitos a los vidrios; era su oportunidad de ver como él veía, de experimentar esa potencia telescópica y a la vez microscópica que, con sólo enfocar, abarcaba lo que cabe en un segundo.
Al mirar hacia abajo, hacia el planeta por el que Padre sentía especial predilección, los cristales se llenaron de margaritas, de la inmensidad del verde, de la líquida elocuencia del agua... se movió ligeramente y, de un instante a otro, su avidez por mirar dio paso al impulso de taparse la cara para no seguir mirando. Trizas en el piso, en el vasto verde, trizas en la voz del agua. Una gota de temor se estrelló contra los vidrios rotos...
Al volverse, descubrió a Padre contemplándolo con sus ojos de tiempo. No dijo ni una palabra. Se inclinó sobre Ángel, le enjugó las lágrimas con el dedo y tocó el marco con la yema humeecida. Alivio en las alas, asombro en el rostro. La mirada, otra vez sonriente. Tomó su mano, se fue con él. En la mesa, los anteojos, como nuevos. 


©Mariángeles Abelli Bonardi

De la plaqueta RUTAS CULTURALES 
publicada por la cebolla de vidrio ediciones (2016)

Foto tomada de la web

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